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viernes, 15 de agosto de 2014

El robo de las joyas de la Virgen de los Reyes: de Sevilla a París


Reproducimos a continuación el magnífico artículo de José Antonio Rodríguez acerca de un hecho ocurrido en 1953 insólito para aquellos que lo desconozcan y de ingrato recuerdo para los sevillanos que vivieron aquél suceso. No pierdan detalle.

El robo de las joyas de la Virgen de los Reyes es uno de los hechos más impactantes de la historia delictiva del pasado siglo XX. El valor de las piezas que fueron robadas, el modus operandi empleado para cometer el robo así como el juicio condenatorio ocho años después resumen un suceso que agitó la conciencia de los sevillanos. Todo esto queda salpicado con una trama de hechos que supera el argumento de cualquier novela. Más allá de la ficción, la Virgen de los Reyes se quedó sin joyas y la ciudad se levantó para devolvérselas.


Sevilla, 15 de marzo de 1953. Robo en la Catedral

Era domingo. Emilio García Gómez, de diecisiete años, había acudido a la Catedral a escuchar la misa de 11.30 horas, la última de las que se celebraban durante la mañana en la Capilla Real donde se le rinde culto a la Virgen de los Reyes. Cuando concluyó la misa, pasadas las 12 horas, Emilio aprovechó el desorden y confusión que genera el abandono del lugar por parte de los fieles para agazaparse en la pequeña sacristía –local del vestuario- según la sentencia- y aguardar a que el templo fuera cerrado.

En efecto, el sacristán, al creer que la capilla estaba completamente despejada, cerró la cancela que la separa del resto del templo catedralicio mientras el joven ladrón permanecía en su interior.

Emilio García Gómez sabía que se acababa de quedar solo en la Catedral. Se dirigió entonces, a la Sala destinada a Cabildos, lugar donde se encontraba la vitrina que custodiaba y exponía a la contemplación de los fieles las alhajas que constituían el tesoro de la Patrona. El delincuente conocía a la perfección cada rincón de la Catedral. Era amigo personal del sacristán al que acababa de burlar y, en numerosas ocasiones, había acompañado a los turistas a las visitas del edificio. Todo eso le había permitido conocer, al detalle, la ubicación de los objetos y las particularidades del régimen interior del mayor templo de la ciudad.

Entró en la sala dando un empujón a la puerta que se abrió sin mayores problemas. Se dirigió a la vitrina que contenía una doble puerta, una de madera y la otra de cristal. La puerta de madera consiguió abrirla manipulando su cerradura con una llave que había encontrado en el retrete ubicado en el rellano de la escalera que conduce a la planta superior.

Para abrir la puerta de crsitales fue menos metódico. Tomó un candelabro de la mesa que había en la estancia; lo envolvió en una gabardina que llevaba y procedió a romper el crsital con un fuerte golpe que puso, a su merced, todas y cada una de las joyas que custodiaba el tesoro de la Patrona.

La sentencia del caso asegura que “con un desordenado apetito y ánimo de benificio comenzó a recoger y guardar en los bolsillos cuantas joyas encontraba a su alcance y para la más alejadas se valió de uno de los bastones de mando que también completaban el tesoro”.

Con los bolsillos llenos de joyas (se contabilizaron 80 joyas robadas) y las manos manchadas por el robo aguardó Emilio García Gómez, pacientemente, en el interior de la Catedral hasta la hora de apertura. En efecto, entre las 15.30 y las 16.00 horas de la tarde, los pasos del sacristán se escucharon bajo las bóvedas del gran templo. Había llegado la hora de volver a abrirla al culto y el delincuente se agazapó en la pequeña sacristía que hay en la Capilla Real.

Éste volvió a esquivar al sacristán y salió de la Catedral y marchó, a toda prisa, a su casa. Allí se despojó de todas y cada una de las piezas de incalculable valor que acababa de robar a la patrona, buena parte de ellas, procedentes de donaciones de fieles y devotos.

Al llegar a su casa escondió todo lo robado entre las ropas y objetos inservibles que se guardaban en una habitación auxiliar situada en la terraza. Había ocultado las alhajas con el convencimiento de haber realizado el gran golpe de su vida. Un joven de 17 años, estudiante de los Hermanos Maristas y sin antecedentes penales acababa de cometer uno de los robos que han pasado a formar parte de la historia de la ciudad.

Sevilla, primera quincena de mayo de 1953. Contrabando de joyas para preparar la huida

Emilio García Gómez había dejado pasar casi dos meses después del robo para iniciar su huída. Sabía que no le convenía hacerlo inmediatamente después de cometer el delito, pues la ciudad y las autoridades habían multiplicado sus esfuerzos y sus dispositivos en tratas de hallar al culpable y recuperar las alhajas de la Virgen de los Reyes.

Pasado este tiempo, el ladrón entró en contacto con el platero José Ruiz Domínguez y le fue suministrando, durante unos días, diversas alhajas con objeto de su arreglo. José Ruiz no era ajeno a la procedencia de las mismas. Conocía a la perfección cada detalle de cómo habían sido substraídas del tesoro de la Virgen de los Reyes. Algunas de estas joyas fueron vendidas por el propio José al precio de 20.000 pesetas, aún sabiendo que ese dinero estaba muy por debajo de su valor real en el mercado legal. También le fue encomendada la venta de un valioso brillante que nunca fue vendido. Incluso fundió una sortija de Patrona para acometer y dar salida a trabajos personales.

José Ruiz Domínguez ejercía su oficio con dudosa legalidad pues se pudo comprobar que, aunque carecía de establecimiento propio, tampoco gozaba de permisos para ejercer la profesión de compra y venta de operaciones.

Es, precisamente éste el que le aconseja viajar a París, donde vive un primo suyo y dar, así salida al resto de piezas robadas en la Catedral. De hecho, juntos comienzan a preparar la escapada que tendría su primera parada en Madrid. El platero le suministró algo de dinero y con él mantuvo contacto mediante cartas en las que se desglosarían todos los detallas de una rocambolesca historia.

Madrid, 9 de junio de 1953. Huida a Madrid

En la segunda semana del mes de junio, Emilio García Gómez comienza su escapada hacia la capital francesa haciendo, en primer lugar, escala en Madrid. En los meses previos había vendido algunas alhajas al ya citado platero José Ruiz Domínguez con objeto de sufragar los gastos de su huida. También la sevillana María Cansino, desconociendo su oscura procedencia, le adquiró al joven una cadena y una medalla al precio de 250 pesetas.

Con todo esto, Emilio toma el 9 de junio de 1953 el avión que le lleve a Madrid con todas las joyas como principal equipaje. Para que pasen desapercibidas las esconde repartidas en un termo y en un panecillo que ahueca, quitándole la miga. Todo ello lo introduce en una cartera de portar documentos para evitar los controles.

Al llegar a Madrid se hospeda en casa de unos sudamericanos que conoció en Sevilla, durante la de Feria de Abril. Allí mismo, continúa mercadeando con las piezas robadas para seguir costeándose su viaje hacia Francia. Macario del Santo Alcalde, agente comercial madrileño, le llegó a comprar por 1.400 pesetas dos brillantes y parte de una cadena que, al enterarse de que eran robadas procedió a su devolución.

Irún, 11 de junio de 1953. Accidentada escapada a Irún

Emilio García toma el 11 de junio de 1953 un tren que le lleve a Irún. Desde allí comenzaría su incursión en tierras francesas. Pero el viaje resulta de los más accidentado en tanto pierde o se despoja durante el mismo de gran cantidad de joyas de incalculable valor que transportaba.

Los sucesos que lo provocan parece que son causados por la casualidad aunque su descripción forman parte de un relato insólito. Emilio García coge en Madrid un Talgo que lo lleve a Irún. Durante el trayecto, un brigada móvil le solicita la documentación y, tras devolvérsela sin mediar palabra opta por quedarse a dormir en la plaza que había libre junto al lugar donde éste viajaba.
Emilio sospechó que algo extraño debía estar pasando y, temiendo ser descubierto por el brigada, se fue a los servicios del tren, tirando por el retrete las joyas que guardaba en el termo, de modo que quedaron esparcidas por la vía.

El ladrón se quedó, únicamente, con las que guardaba en el panecillo. Las arrojadas a la vía se esparcieron a la altura del túnel de Ezquerococha (Álava).

No termina aquí el accidentado viaje ya que cuando va a pasar la frontera franco-española, las autoridades lo retienen por no cumplir su pasaporte con todos los requisitos legales. Ante el miedo de ser descubierto, intenta eludir el control, siendo detenido por las autoridades españolas.

Éstas lo llevaron al calabozo de una de las comandancias de la zona y, antes de ser registrado, aprovechó para entrar en el retrete y esconder las joyas que guardaba en el panecillo alojándolas en su ropa interior. El ladrón pinchó y pendió las joyas en el calzoncillo, “al sitio de la entrepierna”, como reza la sentencia.

La suerte le acompañó pues fue sometido a un registro superficial donde los gendarmes no notaron ningún elemento extraño que fuera más allá de las meras pertenencias personales.

Frontera franco-española, 22 de junio de 1953. Llegada a Paris.

Tras unos días de espera, Emilio García consiguió el complemento que a su pasaporte le faltaba para emprender su viaje a Francia. El 22 de junio atravesaba, por fin, la frontera y ese mismo día llegó a su destino marcado desde que salió de Sevilla: París.

Al día siguiente de estar en París, el delincuente acudió a la tintorería donde trabajaba Alberto Domínguez Muriel, un amigo madrileño con el que había compartido estudios en España. Era, además, primo de José Domínguez, el platero sevillano que le había programado la huída. Alberto trabajaba al servicio de la polaca Rosa Aranovici. Ambos desconocían la historia del robo pero empezaron a sospechar que algo extraño envolvía a la figura de Emilio García. Éste les había explicado que acudía a París para hacer turismo pero bien es cierto que no traía dinero alguno y tampoco contribuía, de ninguna forma, con los gastos que ocasionaba su estancia en la casa en la que ambos vivían.

Se extrañaron aún más cuando el joven ladrón sevillano le regaló a la señora Aranovici una sortija de la Virgen de los Reyes aludiendo a que era de su madre. Formalizadas las sospechas y ante las insistentes preguntas de ambos, Emilio no tuvo reparo en contar lo que había hecho aquella mañana del 15 de marzo en la Capilla Real de la Catedral de Sevilla para, a continuación, sacar de su bolsillo un pañuelo con las joyas que le quedaban y arrojarlas sobre la mesa.

Al día siguiente Emilio ya tenía preparada su salida de París para viajar hacia Inglaterra. Allí le esperaba Kennetk George Brayley al que conoció durante su estancia en la capital francesa. Al mismo tiempo que planeaba su viaje a Gran Bretaña, las dos personas con las que había compartido casa en Paría (Alberto Domínguez Muriel y Rosa Aranovici) denunciaron a Emilio ante la policía parisina y devolvieron varias de las alhajas robadas a las autoridades del país.

El joven sevillano, de 17 años, fue detenido e ingresado en prisión el 22 de julio de 1953, concrtetamente, un mes después de su llegada a París. Finalmente, el informe del perito que analizó las joyas robadas las valoró en 560.885 pesetas. El valor recuperado ascendió a 470.085 pesetas y todas las que faltaban fueron tasadas en unas 100.000 pesetas, aproximadamente.

El paradero de las joyas arrojadas al retrete

Cuando Emilio viajaba en el Talgo desde Madrid a Irún, el temor porque lo descubriera el brigada que le pidió la documentación, le hicieron arrojar buena parte de las joyas por el retrete. Todas estas piezas, sin quererlo, formaron parte de una segunda trama de esta historia que acaba con nuevos detenidos.

Álava, noche del 11 de junio. Joyas por el retrete.

Las joyas que fueron arrojadas por el retrete del Talgo en el que viaja fueron encontradas a los pocos días por Máximo Gómez Fontanal, guardavías nocturno a las órdenes de Renfe. En el trayecto sometido a su vigilancia se encontraba el túnel de Ezquerecocha (Álava), a cuya altura el delincuente se había desecho de las joyas que escondía en el termo.

Por la velocidad del tren y la forma con la que fueron arrojadas, las joyas quedaron diseminadas por una gran superficie que el trabajador de la Renfe se encargó de recorrer en los días sucesivos con objeto de apropiarse de todas las piezas sin llegar a imaginar su oscura procedencia.

Durante veintiún días tuvo en sus manos las joyas. Vendió algunas y otras fueron regaladas a amigos y familiares. Días después, uno de sus amigos le recomendó depositar las joyas ante la policía vitoriana ante la extrañeza de los hechos. Así lo hizo. El guardavías decidió hacer entrega de algunas de las joyas que le quedaban en su domicilio pero ocultó, en todo momento, aquellas otras que había acabado regalando o vendiendo y que habían sido valoradas en 50.000 pesetas.

19 de junio: Vendidas en Irún

Transcurrida una semana Máximo Gómez Fontanal viajó a Irún para dirigirse al establecimiento de joyería y relojería que regentaba Enrique Antonio Quesada Uzcanga. A éste le ofreció buena parte de las joyas que todavía poseía y que no habían sido entregadas a la Policía vitoriana. El joyero aceptó la compra de varias piezas entendiendo, tras analizarlas, que todas ellas atesoraban gran valor. De este modo, se quedó con tres sortijas de oro, dos aretas y dos broches del mismo material, un solitario de caballero, una sortija de platino y oro con un brillante y otras piezas de menor valor. Todo ello fue adquirido por 775 pesetas, un precio muy inferior a su valor real.

Buena parte de estas joyas fueron deshuesadas o sus piedras fueron reemplazadas por otras, utilizando sus metales en diversos trabajos.

Cuando a los pocos días, el escándalo de la detención de su principal responsable y el recorrido que había hecho con las joyas saltaron a las hojas de la prensa, el relojero compareció ante la policía asegurando que, entre sus joyas, se encontraban algunas de las robadas a la Virgen de los Reyes. Sin embargo, su declaración fue realizada de forma parcial, de modo que ocultó a la policía muchas de las piezas que había adquirido a aquel guardavías de la Renfe.

Los joyeros tenían la obligación, en aquella época, de poseer un libro de asiento en el que registraban todas aquellas piezas con las que trabajaban. Algunas de las robadas a la Virgen de los Reyes y que llegaron hasta sus manos no fueron registradas en libro alguno, hecho que alertó a la policía para denunciarlo ante el juez. Estas joyas no registradas le fueron intervenidas y los expertos la valoraron en 9.100 pesetas. Obsérvese la diferencia entre las 750 pesetas por las que habían sido adquiridas y las 9.100 en la que fueron valoradas, sólo parte de ellas. Esta parte se corresponde con las que no habían sido entregadas a la policía y que, posteriormente, las autoridades intervinieron en su taller.

Vendidas en SalvaTierra

Máximo Gómez Fontanal, el guardavías de Renfe, también había vendido parte de las joyas encontradas junto a los raíles a un relojero de Salvatierra, que ejercía el oficio en la clandestinidad. También se llamaba Máximo y sus apellidos Preciados Míguez de Nanclares. Adquirió a precio extremadamente bajo diversas piezas escalonadas en tres operaciones. La última, el 20 de junio de ese año. Entre ellas, una montura de oro y un trozo de un rosario del mismo material, compradas por 21 pesetas, un broche de oro con perlitas y turquesas, por la que pagó 75 pesetas, dos barritas de plata con diamantes pequeños y un trozo de anillo de oro bajo en forma de lanzadera, vendidas por 391 pesetas. Y, finalmente, un pendiente de oro y platino con dos brillantes que le costó 400 pesetas.

Sirva esta última adquisición como ejemplo del escaso precio que pagó a su tocayo, el guardavías, por estas piezas. Pagó por el pendiente 400 pesetas y fue vendido por 1.100 pesetas cuando, realmente, los peritos los tasaron en 10.000 pesetas.

Esta pieza fue vendida en Vitoria a una corredora de alhajas y de nombre Filomena Mendoza Pereda. Ésta la revendió en 1.700 pesetas pero no tardó en arrepentirse porque era consciente del valor de la pieza que, como hemos referido anteriormente, ascendía a 10.000 pesetas.

Filomena no dudó en encontrar la más rebuscada de las excusas para convencer al que le había comprado la valiosa joya, José Sciortino Crisi, con objeto de que se la devolviera. De esta forma recurrió a un conocido, Gregorio Villareal, de prestigiosa familia en la localidad y que se hizo pasar por el verdadero dueño de la pieza. Filomena y Gregorio tuvieron que regatear hasta el extremo con José que, finalmente, accedió a devolver el pendiente por el precio de 2.000 pesetas, 300 pesetas más de lo que le había costado.

El juicio. 30 de enero de 1961

Casi ocho años después del sacrílego robo, el 30 de enero de 1961, la Audiencia Territorial de Sevilla dictaba sentencia. La ciudad había honrado sobremanera a la Patrona con una misa en desgravio y con la imposición de la Medalla de la ciudad en 1958. Al juicio acudían procesados casi una decena de personas. Entre ellas, el sacristán de la Catedral, Domingo Padilla Fernández, acusado por el Ministerio Fiscal, al que muchos responsabilizaron del robo y quem finalmente, quedó absuelto.

Emilio García Gómez. Condenado como autor de un delito de robo, con una circunstancia de atenuación, a seis años de presidio menor. Pese a todo fue considerado un atenuante que los hechos los cometiera siendo menor de edad al contar con 17 años. A la condena se le añadió la suspensión de sus cargos públicos, profesión u oficio así como el derecho de sufragio durante su estancia en prisión. También se le requirió pagar 100.000 pesetas a la Capilla Real de la Catedral de Sevilla, 250 a María Cansino García y 1.400 pesetas a Macario del Santo Alcalde. Su defensa reconoció conductas delictivas de su cliente si bien solicitó, tan sólo, una pena de dos en lugar de los seis con los que fue sentenciado.

José Ruiz Domínguez. Platero que ayudo a escapar a Emilio además de comprarle joyas. Condenado como autor de un delito de encubrimiento a dos años de presidio menor y multa conjunta de 5.000 pesetas. A la condena se le añade la suspensión de sus cargos públicos, profesión u oficio así como el derecho de sufragio durante su estancia en prisión. También fue condenado a indemnizar a María Liñán con 7.000 pesetas. Su defensa había solicitado la absolución al no encontrar hecho delictivo alguno.

Máximo Gómez Fontanal. Guardavías de Renfe. Condenado como autor de un delito de hurto a seis años y un día de presidio mayor. También se procede a la inhabilitación en su oficio durante el tiempo que durara la condena. La sentencia también le obliga a indemnizar a José Sciortino Crisi con 7.000 pesetas. Su defensa había negado en el juicio todos los hechos que se le imputaban por lo que solicitó su absolución.

Enrique Antonio Quesada Uzcanga. Joyero de Irún. Negocia con las joyas que le vende el guardavías. Condenado como autor de un delito de receptación a la pena de seis años y un día de presidio mayor y 25.000 pesetas de multa. También se procede a la inhabilitación en su oficio durante el tiempo que durara la condena. Durante el juicio, su defensa negaba la participación de éste en los hechos.

Máximo Preciados Míguez de Nanclares. Le compró joyas al guardavías y las vendió a Filomena, la corredora de alhajas vitoriana. Condenado como autor de un delito de encubrimiento a la pena de dos años, cuatro meses y un día de presidio menor, 5.000 pesetas de multa. A la condena de le añade la suspensión de sus cargos públicos, profesión u oficio así como el derecho de sufragio durante su estancia en prisión. También se le condena a indemnizar a José Sciortino Crisi con 7.000 pesetas. Su defensa alegó que los hechos que se le imputaban no estaban probados por lo que le solicitaba la absolución.

Filomena Mendoza Pereda. Corredora de joyas vitoriana. Condenada como autora de un delito de encubrimiento a la pena de seis meses y un día de prisión menos y una multa de 5.000 pesetas. A la condena se le añade la suspensión de sus cargos púiblicos, profesión u oficio así como el derecho de sufragio durante su estancia en prisión. A todo ello, se le une la condena a indemnizar a José Sciortino Crisi con 7.000 pesetas. Su defensa alegó que el sumario del juicio no demostraba culpabilida alguna de la procesada y solicitaba su absolución.









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