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miércoles, 24 de septiembre de 2014

El Candil: La codicia del poder


Por naturaleza, todas las cosas o acciones tienen su límite hasta donde es permitido actuar, es decir, sin llegar a la instancia de asumir conductas que alteren la legalidad y las costumbres que son reglas de organización jurídica y social, las cuales forman parte de la cotidianidad y del desarrollo de la convivencia en el seno de una hermandad o de cualquier institución. Una cosa es tener poder, y otra cosa muy diferente es ejercerlo sin sobrepasar la línea permitida, pues es ahí donde se configura el llamado abuso de esa condición de ostentar poder, lo cual suele ser traumático para las instituciones. No pretendo generalizar, no sería justo. Hay magníficos gestores y cofrades de a pie que actúan dentro del marco de la legalidad y la decencia.


Equivocarse puede ser digno, pero equivocarse a sabiendas es escandalosamente indigno. Las instituciones merecen respeto, y también,   respeto superior, las personas. Pero cuando la actuación pública de un sujeto es indigna hay que manifestarlo, cuando hace de su responsabilidad un coto privado de caza en el que además de transgredir la esfera de su poder actúa con autoritarismo su dignidad es, cuanto menos, vergonzosa. 

La codicia es la ambición hecha histeria, es la amalgama en caída libre por un precipicio, está al otro lado de la ambición pero también es su hermana, el lado peligroso que te puede llegar a carcomer los sentidos. La voracidad logra los objetivos de la ambición mediante las trampas, los engaños. Es la pérdida de la honestidad, del honor. El afán nace de una carencia o de muchas, según se mire. De ahí que no importe lo que se haga o lo que se tenga; la codicia nunca se detiene. Siempre quiere más. Es insaciable por naturaleza. Actúa como un veneno que nos corroe el corazón y nos ciega el entendimiento, llevándonos a perder de vista lo que de verdad necesitamos para construir una vida equilibrada, feliz y con sentido.

La ambición patológica sobrepasa los límites de la normalidad, hay un afán desmedido por lograr más y más, generalmente poder, riqueza, dignidades o fama. Este deseo puede convertirse en una idea obsesiva que domina la vida del individuo condicionando su conducta general y su relación con los demás que se deteriora a mayor o menor plazo de tiempo. El que sufre esta ambición enfermiza plantea su vida en exclusiva según sus objetivos y el resto de las actividades y las personas quedan relegados a un segundo plano.

Las personas codiciosas se engañan a sí mismas; siempre encuentran excusas para justificar sus decisiones y actos ilícitos. El hecho de que los demás lo hagan ya es suficiente para hacerlo. Sin embargo, la sombra de su conciencia moral les persigue de por vida. Una vez ascienden por la escalinata que creen que les conducirá al éxito y, en consecuencia, a la felicidad, comienzan a ser esclavas del miedo a perderlo todo. De ahí que se vuelvan más inseguras y desconfiadas, invirtiendo su tiempo en protegerse y proteger lo que poseen. Y no sólo eso. Se sabe de muchos casos en los que las personas codiciosas terminan aislándose de los demás, con lo que su grado de desconexión emocional aumenta y su nivel de egocentrismo se multiplica. Y una vez apalancados en el poder, como el engaño al que someten al prójimo no está tipificado como delito, poco importa la magnitud de sus mentiras. 

Uno de los dramas contemporáneos más extendidos en la sociedad es “la corrupción del alma”. Así se denomina la conducta de las personas que se traicionan a sí mismas, a su conciencia, pues en última instancia todos los seres humanos sabemos cuándo estamos haciendo lo correcto y cuándo no. Y es que para cometer actos corruptos, primero tenemos que habernos corrompido por dentro. Esto implica marginar nuestros valores éticos esenciales como la integridad, la honestidad, la generosidad y el altruismo en beneficio de nuestro propio interés.  “La corrupción del alma es más vergonzosa que la del cuerpo”, recordaba José María Vargas Vila, escritor colombiano. 

El Papa Francisco señalaba: “La corrupción es la mala hierba de nuestro tiempo que se nutre de apariencia y de aceptación social, se erige como la medida de la actuación moral, y puede consumir el interior, con conductas de “mundanidad espiritual” cuando no “esclerosis del corazón”, incluso a la misma Iglesia. Y si para el pecado existe el perdón, para la corrupción no. Por esto, la corrupción debe ser curada”.  Es la dura crítica que surge de algunas páginas escritas en 2005 por Jorge Mario Bergoglio cuando era arzobispo de Buenos Aires.  Bergoglio explica que la corrupción está ligada doblemente al pecado, pero que se distingue de él. La corrupción no es “un acto sino un estado, un estado personal y social, en el cual uno se acostumbra a vivir”, a través “de la generación de costumbres que van deteriorando y limitando la capacidad de amar”. 

La honradez, por tanto, debería ser como el aire que respiramos, tan natural que no habría que hablar de ella pero para algunos es tan elegante la vileza que lo que da bochorno es ser honrado, genuino y auténtico. Y aunque el sabio Diógenes, con un candil en la mano estuvo buscando a un hombre honrado y no lo encontró, no pierda usted, querido lector, la esperanza de localizarlo, pues hay millones. Yo conozco a muchísimos. 

Podría acabar este candil con un apunte más optimista, pero la rabia y la realidad obligan a ser responsables y nos instan a reflexionar, a recapacitar para comprender cómo gestionar tanta barbaridad antes de que los buitres del alto poder destruyan nuestras Hermandades. 
¡Que Dios nos coja confesados!

Mª del Carmen Hinojo Rojas











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