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miércoles, 29 de octubre de 2014

El Candil: Todos los Santos


El próximo 1 de noviembre se celebra en nuestro país el día de Todos los Santos, la fiesta en que se veneran aquellos santos que se han quedado fuera del calendario litúrgico. Siguiendo la tradición cristiana, durante este día se acude a los cementerios a recordar a nuestros difuntos y se decoran las tumbas con velas y flores.

Desde la Iglesia primitiva, los cristianos siempre hemos ensalzado a los mártires por su virtud heroica. Al guardar en nuestros corazones sus memorias y su ejemplo, nos animan a vivir también nosotros la radicalidad del Evangelio. Es por ello que se guardan sus reliquias. Éstas pueden ser partes de sus cuerpos o de sus ropas u otros artículos asociados con ellos. En la Biblia leemos que los cristianos guardaban hasta las ropas y pañuelos que San Pablo hubiese tocado (Hechos 19,12).

La enorme cantidad de mártires cristianos que produjo la persecución de Diocleciano (284-305) llevó a la Iglesia en el siglo IV a establecer un día para conmemorarlos a todos, ya que el almanaque no alcanzaba para darle a cada uno el suyo. La primera fecha elegida fue el 21 de febrero.

La Roma pagana observaba el fin del año el 21 de febrero con una fiesta llamada Feralia, para darles descanso y paz a los difuntos. Se rezaba y hacían sacrificios por ellos. Con la cristianización del imperio, los Papas pudieron reemplazar las prácticas paganas. En el 610 la liturgia de los Santos cambió al 13 de mayo, día en que el papa Bonifacio IV consagró el Panteón Romano donde se honraba a los dioses paganos (antes de la cristianización) como templo de la Santísima Virgen y de Todos los Mártires. 

Algo más de cien años después, Gregorio III (731-741) la transfirió al 1 de noviembre como respuesta a la celebración pagana del Samhain o Año Nuevo Celta, que se festejaba la noche del 31 de octubre, en la creencia de que se producía la apertura entre el mundo tangible y el de las tinieblas, y que los muertos venían a visitar a los vivos.

El Papa Gregorio IV extendió, en el año 835, la celebración del 1 de noviembre a toda la Iglesia y ordenó que el mundo cristiano honrara a todos los santos del cielo en esta fecha.

La celebración del Samhain era la festividad de origen celta más importante del periodo pagano que dominó Europa hasta su conversión al cristianismo, en la que la noche del 31 de octubre al 1 de noviembre servía como celebración del final de la temporada de cosechas en la cultura celta y era considerada como el “Año Nuevo Celta”, que comenzaba con la estación oscura. Es tanto una fiesta de transición (el paso de un año a otro) como de apertura al otro mundo. Su etimología es gaélica y significa “fin del verano” e introducía los días de frío y oscuridad. La creencia era que el dios de la muerte hacía volver a los muertos, permitiendo de este modo la comunicación de los druidas o miembros de la clase sacerdotal con los antepasados. 

Con la invasión romana, la cultura celta se mezcló con la de los césares y la religión de los druidas terminó por desaparecer. Sin embargo, la "fiesta de los muertos" no se perdió del todo. Los romanos la mezclaron con sus Fiestas de Pomona, dedicadas a la diosa de la fertilidad, y así el primitivo Halloween de los celtas pudo sobrevivir al paso del tiempo conservando gran parte de su espíritu y algunos de sus ritos.

Con el Cristianismo esta vigilia se llamó “All Hallow´s Even” (Vigilia de Todos los Santos) y su importancia fue creciendo con el paso del tiempo al mismo tiempo que se fue transformando hasta llegar a lo que hoy se conoce como “Halloween”. Pero la actual celebración de Halloween tiene poco que ver con sus orígenes. Ha quedado la festividad de los muertos pero con un carácter totalmente distinto y añadiendo elementos que han distorsionado la fiesta.

En ese mismo contexto celebrativo, los monjes benedictinos de la célebre abadía de Cluny, comenzaron también a festejar al día siguiente -2 de noviembre- la conmemoración de los fieles difuntos. En el 998 fue instituida por San Odilón, monje benedictino y quinto abad de Cluny en el sur de Francia, que instauró la oración por los difuntos en los monasterios de su congregación como fiesta para orar por las almas de los fieles que habían fallecido.  Esta festividad se extendió pronto por toda la Iglesia y ya en el siglo XIV tenía también lugar en Roma.

La base teológica de la fiesta es la doctrina de que las almas, que al partir del cuerpo no están perfectamente limpias de pecados veniales o no han reparado totalmente las transgresiones del pasado, se encuentran purificándose en el Purgatorio. Según la visión cristiana, el creyente en la tierra puede ayudarles con las oraciones, la limosna y sobre todo por el sacrificio de la Misa.

Ambas celebraciones están unidas por el denominador común de la vida eterna después de la vida terrena. Han sido y siguen siendo muy populares hasta el punto que el mes de noviembre es el mes de las ánimas, tiempo propicio, pues, para rezar por los difuntos y para reflexionar sobre la llamada doctrina de la Iglesia de los “Novísimos” o “Escatología”, que no es sino el dogma cristiano de la resurrección de los muertos y la respuesta al sentido de la vida y de la muerte. El cristianismo propone una esperanza para la humanidad incluso después de su muerte, esperanza que descansa en los méritos de Cristo a través de su muerte en la cruz del calvario (Juan 3:16), y que es dado por Dios solo por gracia para que todo aquel que crea en esta palabra sea salvo y pueda gozar de todos los beneficios que promete la Biblia. 

La muerte es, sin duda alguna, la realidad más dolorosa, más misteriosa y, a la vez, más insoslayable de la condición humana. Como afirmara un célebre filósofo alemán del siglo XX, “el hombre es un ser para la muerte”. Sin embargo, desde la fe cristiana, el fatalismo y pesimismo de esta afirmación existencialista y real, se ilumina y se llena de sentido. Dios, al encarnarse en Jesucristo, no sólo ha asumido la muerte como etapa necesaria de la existencia humana, sino que la ha transcendido, la ha vencido.

Ha dado la respuesta que esperaban y siguen esperando los siglos y la humanidad entera a nuestra condición pasajera y caduca. La muerte ya no es final del camino. No vivimos para morir, sino que la muerte es la llave de la vida eterna, el clamor más profundo y definitivo del hombre de todas las épocas, que lleva en lo más profundo de su corazón el anhelo de la inmortalidad.

En el Evangelio y en todo el Nuevo Testamento encontramos la luz y la respuesta a la muerte. Las vidas de los santos y su presencia tan viva y tan real entre nosotros, a pesar de haber fallecido, corroboran este dogma central del cristianismo que es la resurrección de la carne y la vida del mundo futuro, a imagen de Jesucristo, muerto y resucitado.

Mª del Carmen Hinojo Rojas











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