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viernes, 7 de noviembre de 2014

El cáliz de Claudio: El arte de lo efímero


"La casita de Dios, musitó. Tenía los ojos vidriosos y el corazón destemplado. Nadie que no hubiera estado bajo un paso podía entenderlo. Todo lo irracional se funde con lo netamente especulativo. No hay más voz ni órdenes que las de un hombre. No hay más camino que la oscuridad. No más Dios que el tuyo, ni más Ley que la Suya. Los sentimientos estallan entre la antítesis más perfecta. Música y silencio, luz y oscuridad, incienso y vacío, gentío y soledad. En ese instante en que te gustas porque sabes que llevas a Dios y percibes como derrama una parte ínfima de su gloria sobre ti, te sientes el ser más afortunado del universo. Eres un artista pero no en la acepción que todos creen entender. Perteneces a un Arte Mayor, la Semana Santa como origen y final de una letanía perfectamente estudiada, ensayada y expuesta a los sentidos en las pocas horas que dura una procesión. Eres un engranaje más de la sacralidad divina y, a la vez, derrochas el orgullo de sentirte elegido, tocado por su apostura sin haberlo merecido. En ese instante las penas ya no se comprenden igual y tienen solución porque una nueva luz te acecha, te invade y te alumbra. Y no hay otra claridad igual. Porque, rodeado de gente, estás en la mayor soledad imaginable. Tu clarividencia ha alcanzado un nivel que no conocías, que no puedes explicar, que, apenas puedes contar. Eres una parte del todo y, a la vez, una sombra solitaria en la noche. Los temores atávicos te rodean y –puesto como en un juego ritual en esa tesitura antitética-, esa soledad y ese miedo te impulsan de frente hacia la verdad representada en cada zancada que gana metros a la calle, espacio al camino, sombras a la oscuridad.


Un amanecer se ha producido, aunque nadie –ajeno- siquiera sería capaz de aventurarlo. Un alumbramiento nuevo, diferente por obra y milagro de tu aislamiento bajo la trabajadera. El calor, el crujir de la madera, el peso, el dolor… sentidos expuestos y encerrados dentro de esa casita de Dios, reducida y efímera.

No es rezar con los pies. No es marcar la cadencia de la música o de los pasos que se olvidan en el silencio. No es responder tenso a la llamada del martillo. No es dejarte guiar por el vaivén acompasado de los varales. Es más sublime. Es la Imagen y el ser que la porta. Es el encuentro del hombre con lo divino. La expresión máxima de toda su potencialidad. Aunque ni siquiera sea capaz de explicárselo, la eclosión interna es brutal, incontestable, definitiva. 

Sabes lo que hay. Es tan sencillo y tan complejo como eso. La maraña de arterias, neuronas y músculos desencadena una reacción innata y no te puedes detener a explicártela. Pero la sientes con tal envergadura que ya nunca podrás olvidarla y la buscas y la persigues a perpetuidad".

Hay una forma de entender -permítanme la expresión- el mundo de abajo personal y distinta. De ella, de la mía, hablé, ya hace algunos meses cuando tuve la oportunidad de pronunciar el Pregón del Costalero que organiza la Hermandad de la Sagrada Cena. En aquella ocasión, tuve la suerte de ser presentado por una persona a la que siempre he considerado, y consideraré, mi capataz. Luis Miguel Carrión, a quien hace una semana tuve la oportunidad de realizar una entrevista para este medio.

He de decirles que, de la misma, me siento muy orgulloso a nivel personal, pues estuvo llena de verdad y de reflexiones que deben llevarnos a pensar profundamente acerca de la situación actual del ámbito del costal. 

Más allá de polémicas, quizá, la reflexión debería orbitar sobre el qué y el cómo debemos hacer las cosas para que el auge de costaleros que vivimos en la actualidad, a la postre, no resulte ser flor de un día. Sino que, por contra, vivamos una primavera eterna en que el arte de lo efímero siga siendo parte fundamental del engranaje estético y devocional de nuestras cofradías.

Blas Jesús Muñoz














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