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miércoles, 5 de noviembre de 2014

El Candil: De la integridad


La Biblia define la integridad como la obediencia a Dios y como la pureza del corazón de las personas, también como la santidad que debe tener un individuo como lo relata en Proverbios 10,9  "El que camina en integridad anda confiado; más el que pervierte sus caminos será quebrantado". Una persona de integridad tendrá una buena reputación y no tendrá temor de ser expuesta o descubierta. La pulcritud brinda un camino seguro a través de la vida, de toda nuestra existencia.

Los griegos eran expertos en hacer figuras en mármol. Muchas veces al estar trabajando el mármol descubrían grietas en él que, naturalmente, le quitaban  valor a la obra. Algunos, entonces, cubrían esas grietas con una cera especial; la pulían y quedaba aparentemente perfecta, pero cuando la figura era expuesta al calor del sol la cera se derretía y quedaba descubierto el engaño. Por eso, era común encontrar donde vendían esas piezas de mármol un letrero que decía: “Se venden figuras en mármol puro; sin cera.” De ahí, viene nuestra palabra en español sincera/o.

Eso es lo que significa integridad: sin grietas. Capacidad de obrar con rectitud y con probidad. El ser humano íntegro busca permanentemente la posesión de todos los valores y la demostración constante de actitudes positivas, aspira con vehemencia a la eficacia, a la calidad y a la perfección humana. 

La honradez no es una lisonja exótica y rara. Es una filosofía de vida y una práctica del común de las personas. Ahora bien, es una cualidad que debe ser rescatada, eso sí, del estado de olvido y empolvamiento en el que se encuentra. 


Distinguimos que el hombre es una entelequia de espiritualidad y materialidad, o dicho de otra manera de física y metafísica. De elementos que podemos observar, de otros que debemos inferir y muchos, tal vez los más, que desconocemos o ignoramos. En el plano de la moral, asimilamos la integridad como una incorruptibilidad ética. Como la capacidad de mantener enteros, completos, nuestros valores ante la arremetida del medio y las circunstancias. Las personas juiciosas tenemos una idea de lo que constituye el bien o el mal, naturalmente dentro de la óptica de cada cultura. Todas las religiones castigan o catalogan como malo el robar, el mentir, el asesinar o los actos de depravación de cualquier índole. 


La integridad es una virtud asequible al común de las personas. Es sencilla, simple, natural. Tan cierto es esto que la mayoría de los pueblos son íntegros. Son las pequeñas élites económicas, políticas, burocráticas, sociales o religiosas las que suelen desviarse de este simple y viejo camino. Cuando tenemos poder, en mayor o en menor proporción, es cuando debemos poner a prueba nuestra honestidad, nuestra condición de hombres justos. Todos detentamos algún tipo de poder en algún momento. Si soy autoridad pública usaré del poder, recordando que no es mío sino que es una concesión hecha por la colectividad para alcanzar propósitos comunes. Si pierdo mi integridad me confundiré y abusaré de éste para satisfacer mis pequeñas apetencias. 

Una de las modalidades más comunes de este tipo de abuso se da a instancias del poder precisamente, cuando una persona accede a un cargo de “importancia” en el seno de una cofradía que le permite tomar ciertas decisiones y disponer de otras, que utiliza esa influencia y poder que le da su cargo para someter a sus “subalternos” y obligarlos a realizar determinadas gestiones con la misión de satisfacer sus intereses personales.

En el uso de esa autoridad también se produce un abuso del derecho que ese privilegio le otorga porque si es legítimo usar los derechos que se le concede a un representante, no lo es abusar de ellos. Es ilegítimo el ejercicio de un derecho cuando sea contrario a las exigencias así como a la buena fe o a los fines de su reconocimiento, es decir, serán abusivos cuando tenga por fin exclusivo daños a terceros.

Y es que, de manera clara y directa el poder cambia a la gente o saca lo peor de ella, porque los que llegan a ostentar posiciones de autoridad dentro de una institución, como es una Hermandad, tratan de cumplir objetivos y tomar decisiones priorizándolas por encima de las opiniones y consideraciones de los demás, en el mayor de los casos. No tienen en cuenta cuál es la perspectiva de otros hermanos igualmente capacitados y experimentados, tendiendo a romper la armonía de todo un grupo humano, a veces, las más de las veces, con formas poco educadas.

Además, el abusador de poder crea a su alrededor un ambiente de impunidad y se acomodará, entonces, para no dejar huellas ni rastros posibles de seguir y todo lo que pueda comprometerlo desaparecerá o nunca habrá existido. También buscará ampararse en el cumplimiento de la ley proveyendo a su actuación de una apariencia de legalidad para que no sea fácilmente rebatida ante quien eventualmente pudiera dirimir los conflictos que se planteen, obviando a menudo lo que sus propias Reglas le marcan.

Con demasiada frecuencia, se produce una enorme pérdida de talento de gente de gran valía de una Cofradía, porque en vez de destacarse los resultados debidos a su capacidad, formación y experiencia, han prevalecido los enfrentamientos que no fueron debidamente neutralizados, justamente porque hay un problema en el liderazgo de dicha institución: un poder mal ejercido. Y en el peor de los casos, los inconvenientes terminan quemando y excluyendo a personas o malogrando proyectos. Por eso, cuando las Cofradías ignoran o quieren ignorar este tipo de conflictos porque no eliminan el factor desencadenante que es quien ejerce un poder absoluto no participativo y que lesiona las relaciones interpersonales, siempre terminan pagando un precio.

Ese empeño de unidad que nos sirve para recorrer el camino de la libertad y el progreso de las corporaciones perece entre las camarillas y las ambiciones de unos gestores  mediocres. Quizá sea tiempo de mirarnos serenamente unos a otros, cara a cara, y posar luego la vista sobre la realidad cofrade para admitir la erosión y el desencanto que nos produce un panorama artificial y culpablemente crispado pasto de la vulgaridad, la incultura y la ignorancia.

Mª del Carmen Hinojo Rojas











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